sábado, 29 de diciembre de 2012

EL MEJOR PECADO DE MI VIDA


            

                                                            Por ELOY ROY


No hace mucho tiempo me plantearon esta pregunta: “Durante tu aventura misionera, ¿te sucedió alguna vez haber atajado un golpe que te hubiera hecho mal y que sin embargo con el correr del tiempo se lo hubieras agradecido al Señor?”

Confieso que, en efecto, en un momento dado de mi vida algo así como la mitad del cielo se me cayó sobre la cabeza. Pero ni por un instante me pasó por la cabeza hacerle reproches a Dios, aunque tampoco se lo agradecí, porque nunca he creído que el masoquismo fuera una virtud.

Pienso en Jesús. Perdonó a quienes lo crucificaron pero de ninguna manera les manifestó su agradecimiento. No les dijo: “¡Ah! mis queridos acusadores, jueces y torturadores, ustedes me están ofreciendo la oportunidad de demostrar cuanto quiere Dios al mundo. ¡Cuánto se lo agradezco!”.

Por el contrario, ya en el camino hacia la cruz, le daba gracias al Padre, no por los escupitajos, los latigazos, los clavos o los verdugos que lo esperaban, sino por la seguridad de que tarde o temprano el Padre lo rehabilitaría con fuerza ante los ojos del mundo. Él la llamaba su “glorificación”.

Para los mortales como yo, que ha visto lo mejor de sí mismo desmoronarse como un castillo de naipes como consecuencia de una grave injusticia causada por el poder religioso, las rehabilitaciones a través de la resurrección no circulan por mi camino. He aquí lo que me pasó.

Sucedió el Viernes Santo de 1988, en mi misión de Tilcara, en Argentina, en presencia de cerca de diez mil personas. Ante las imágenes de Jesús de Nazaret clavado en la cruz y de su Madre desgarrada a sus pies, cometí el imperdonable pecado de solidarizarme con las heroicas Abuelas y Madres de Plaza de Mayo en su lucha para conseguir que la luz se haga sobre la suerte de los 30.000 desaparecidos de la Dictadura: puse sobre la cabeza de la imagen de la Virgen Dolorosa el famoso pañuelo blanco, humilde y glorioso distintivo de ellas.  



                                                       

Aquello causó el efecto de una explosión nuclear. Muchos lo vieron como un gesto altamente liberador y sagrado pero otros tantos lo repudiaron como pura subversión y vil sacrilegio.

Lo más perverso del asunto era que aquella abominación  hubiera sido  perpetrada por un sacerdote católico dentro de la sacrosanta celebración del Viernes Santo.

Pero a mí me parecía, al contrario,  que no se podía elegir mejor oportunidad.  Porque el  asesinato de Jesús de Nazaret tramado por el alto clero y ejecutado por los militares romanos, así como la espada clavada en el corazón de la madre de Jesús como resultado de aquello,  tenían mucho que ver con los prolongados años de terror provocados por la derecha religiosa y militar de la Argentina y con el contrastante heroísmo de las humildes Madres de Plaza de Mayo cuya única arma era un pañuelo blanco.

Por mi gesto de solidaridad con esas mujeres, la gentecita oprimida hubiera bailado de gozo en las calles de Tilcara si los telescopios del pináculo del Templo no se hubieran puesto inmediatamente en acción para detectar de repente que el buen misionero que yo había sido hasta ese momento se había convertido de pronto en un peligroso enemigo de la patria y de la religión…

La sentencia de mi destitución cayó como un trueno estridente en el cielo azul. Fui desautorizado, aislado y finalmente dejado fuera de la misión como un leproso.

Al obispo que tan bellamente me condenó sin forma de juicio, yo le pedí solamente que me escribiera sobre un papelito en qué mi actividad y mi manera de actuar se habían apartado del espíritu del evangelio y de las orientaciones pastorales de la asamblea de los Obispos de América latina en Medellín y Puebla. Como toda respuesta solo obtuve una mueca desdeñosa y un par de miradas cargadas de flechazos amenazantes.

Se produjeron luego conciliábulos secretos entre las autoridades religiosas, siguieron algunas piadosas exhortaciones y finalmente se dio el tradicional lavado de manos. Un poco más tarde, algunos compañeros de mi Sociedad misionera, sin ningún entusiasmo,  exploraron la posibilidad de rescatar algo del asunto, pero fue naturalmente inútil. Finalmente todo quedó sepultado por el silencio y el olvido…



Los “puros”, ésos que nunca dejan huellas, habían ganado. El gran obispo que había sido el cerebro de esa triste historia fue ascendido a arzobispo y yo fui descendido a la nada. Tres años me quedé en el pueblo sin poder pisar la iglesia ni hacer nada; sólo quería que las pequeñas comunidades que se habían formado en torno a la Palabra no se sintieran del todo abandonadas.

Tuve amplio tiempo para meditar sobre la sabiduría que desde el seno materno me había sido enseñada y que yo, como buen pecador, había desechado.

Me habían transmitido como pura palabra de Dios el que en el terreno de la justicia y de los pobres era necesario hacer uso de gran prudencia, ponerle muchos matices al discurso y  nunca tomar partido. Tenía yo que proceder en todo con sumo tino sin olvidar que Jesús vino “para todos”, que su Reino “no es de este mundo”, que en el “diálogo” se encuentra la salvación y que “solo el obispo” es juez de lo que se debe hacer o no en su diócesis,  “et in saecula saeculorum. Amén”…

¡Qué sonso había sido yo!  Pues no había descubierto aún cómo Jesús era un modelo de moderación y de diálogo en sus relaciones con los ricos, los fariseos, los zelotas, los sumos sacerdotes y con los matones de Herodes y Pilatos… Y no había entendido  que con los pobres no había que ponerse nervioso ya que él mismo nos había dicho que  “siempre” los tendríamos en medio de nosotros… En cuanto a los Derechos humanos, yo tenía que ser ingenuo de remate por no saber todo lo que “se ocultaba detrás eso”… Era cierto, yo no sabía nada:…. ¿el diablo quizá? … ¡De verdad qué ciego era yo!

Tras una maniobra maquiavélica, el obispo, para remplazarme al frente de la comunidad de Tilcara, logró poner a un viejo religioso que se jactaba de haber sido en su juventud oficial de la Wehrmacht del Tercer Reich. Le dio el mandato de extirpar todo el mal que yo había hecho en la parroquia. Fueron cuatro años de profunda purificación...

El mal que yo había hecho era tal vez el que hubiera contribuido un tanto a abrir los ojos y los oídos de algunos, a haberles devuelto la palabra y a hacer que se pusieran de pie después de siglos de  despreciarse y de agachar la cabeza…  

Todo lo que, por gracia del cielo  y con esfuerzos a veces heroicos,  habíamos  puesto en marcha con religiosas excepcionalmente valientes, con jóvenes impresionantes de lucidez y entusiasmo, y con pequeñas comunidades de gente sencilla y abierta que felizmente comenzaba a reconocerse en la Palabra de Dios, todo aquello fue demolido ladrillo por ladrillo por las viejas armas del terror religioso y policial.

Seré  claro: no fui tratado como una basura por paganos, ateos y talibanes, sino por discípulos de Jesús como yo. Destruyeron en mí esto que más me gustaba en el mundo: anunciar con pasión, alegría y claridad el Evangelio del Reino de Dios. Me cortaron las alas y, desde entonces, en el fondo de mi ser, algo sagrado está roto.


Volvamos, pues, a la pregunta del principio: si sigo siendo un hombre de fe, ¿cómo no he entendido aún que esa “purificación” fue para bien mío? ¿No debería agradecer al Señor por ello? … Mi respuesta es: NO. La injusticia y la maldad, aún pasadas por  agua bendita y perfumadas con incienso, no vienen de Dios.

¿Resentimiento? Tal vez, pero no lo alimento. ¿Decepción? Infinita. ¿He perdonado? Fíjense que sí, hasta millones de veces, pero después de veintitrés años todo sigue igual. No he sido rehabilitado, porque en la Iglesia-que-no-se-equivoca esto nunca se hace. Pero a mí eso ya no me importa. Lo que siento con todo el alma es que a la gente de Tilcara que se solidarizó conmigo y que pagó caro por ello nadie se acordó de ella.

¿Un poco de gratitud a pesar de todo? Sí, por supuesto. A Dios le doy las gracias por haberme dado el valor de hacer lo que hice, aunque fue nada comparado con lo que muchos otros hacen y sufren. Le doy gracias también por haber permanecido hasta la fecha consecuente conmigo mismo, aunque, en la práctica, esto significa que ya no soy más que un esquiador sin esquís.

Le doy gracias sobre todo por las pequeñas comunidades de Tilcara que fueron desmanteladas y por sus sobrevivientes que de alguna forma siguen de pie en medio de las ruinas de esta misión asesinada.

Por fin, doy gracias a la vida que, a través de este “tsunami”, me ha abierto los ojos y hecho comprender que los caminos del Señor no pasan más por esos “templos-fortaleza” a los que “el eje del bien” se empeña en defender o en restaurar.

En mis largos paseos de solitario en la orilla del río de las Praderas, junto a la ciudad de Montreal, medito mucho sobre los nuevos caminos del Señor. A menudo me viene a la mente la imagen de un Ezequiel anonadado ante la extraña visión de la Gloria de Dios emigrando del  Templo de Jerusalén para ir a vivir con los desterrados de la impura Babilonia.  Creo que esto se está repitiendo. Hoy en día, Dios debe estar andando en medio de los desplazados de este mundo loco. Se equivoca el que sigue buscándolo en las oficinas de los “dueños de la verdad” o en sus templos que, por lo demás,  en muchas partes se están quedando vacíos.


Cuantas veces he visto por la tele víctimas de los seísmos de Haití o del Japón, con mirada extraviada, tratando de recuperar algunos trozos de sus casas destruidas. A nadie se le va a ocurrir dar gracias a Dios por lo que han sufrido,  pero sí por esos pequeños restos que tal vez puedan servir para algo.

En lo mismo estoy, consolándome con los restos que supieron RESISTIR al naufragio, y contento de compartirlos con aquellos que, menos viejos y menos sonsos que yo, sueñan sinceramente con un mundo realmente nuevo.

                                                        Eloy Roy

  



             

lunes, 30 de mayo de 2011

SEMANA SANTA CON JEREMÍAS EN TILCARA






Jeremías era cura, pero no del todo, porque también era nómada. Como cura pertenecía al templo, como nómada caminaba con el pueblo. Fue así como Jeremías cayó un día en Tilcara: mitad cura, mitad nómada, con un pie en el templo y otro en el pueblo.




Jeremías y el Cristo de la pared




Un día, Jeremías estaba en el templo. Mientras rezaba a los pies del hermoso Cristo que cuelga de la pared del santuario, la Voz le dirigió la palabra y le preguntó:



- ¿Qué ves, Jeremías?



- Señor, respondió Jeremías, veo la imagen de Jesús crucificado, torturado en la cruz. Le sale sangre por todos los poros de la piel. Lleva incrustada en la cabeza una corona de espinas. Todo su cuerpo está destrozado y hecho una sola llaga. Me duele ver eso, Señor.



Le dijo la Voz:



- Ésta es la imagen y es la historia de tu pueblo, Jeremías. Tu pueblo tenía el vuelo del cóndor, la libertad de la vicuña, la fuerza del león, la resistencia de las piedras de río; era hijo del Sol y de la Tierra y acunaba estrellas en su corazón. Pero, un día, llegaron del otro lado del mar hombres armados que yo no había enviado, y a tu pueblo lo hicieron esclavo en nombre mío. Dijeron que yo era su Dios, pero su verdadero dios era el oro. Dijeron que venían de parte mía a anunciar a tu pueblo una Buena Noticia, pero le trajeron nada más que cadenas y muerte. El pueblo que tenés ahora es el pequeño resto de lo que hubiera podido ser una nación inmensa.



A tu pueblo lo engañaron, lo violaron, lo despojaron, lo dejaron medio muerto. No lograron matarlo por completo en su cuerpo, pero, hicieron lo imposible para matarlo en su memoria. Le obligaron a olvidarse de su pasado y a creer que el calvario que sufrió fue para bien suyo.




Pero yo soy un Dios que no olvida, Jeremías, y soy un Dios justo. Quiero a este pueblo entrañablemente. Quise que me conociera, por supuesto, pero no con arcabuces y espadas, con cadenas, perros rabiosos y garrotes o con amenazas de infierno, sino a la manera de mi hijo Jesús, el humilde hombre de Nazaret.




Lo más extraordinario es que a pesar de que muchos de tu pueblo fueron forzados a dejarse bautizar porque de lo contrario los quemaban vivos, los hubo bastantes que en el camino de su calvario se encontraron realmente conmigo, porque yo estaba allí cargando la cruz junto a ellos.




Pero siempre quise que conocieran la verdad. Busqué gente que se la dijera y no la encontré, o cuando la encontré era tarde. Hoy te envío a ti, Jeremías, aunque se está haciendo más tarde todavía, para que vayas y le digas a este pueblo lo que te acabo de contar...



- ¿Yo, Señor? Tú sabes que soy muy torpe...



- Aprenderás, Jeremías. Les explicarás que cuando los engañaban, robaban sus tierras, incendiaban sus pueblos, les obligaban a cuidar sus animales y a hacer pesados trabajos de carga para ellos, cuando los castigaban con azotes, los mataban por un pecadillo, cuando violaban a sus mujeres, los humillaban, les prohibían hablar su lengua y adorar a sus dioses, a mí me violaban y a mi hijo crucificaban.



Nunca fui del lado de los tiranos, de los asesinos y de los ladrones, Jeremías. Por eso, les dirás que así como fui crucificado y sepultado en el sinnúmero de personas que fueron masacradas en aquel entonces, así quiero resucitar hoy en los hijos e hijas de los que lograron sobrevivir a ese genocidio, que fue, Jeremías, el más grande de la historia humana.



- Ya sabés, Señor, que me encanta hablar a los humildes, sé que me van a escuchar. Pero en este país hay dictadura y quien se acerca al pueblo y toma su defensa pasa por subversivo...



- No les harás caso, Jeremías. La dictadura que mata al pueblo con torturas y masacres, o la democracia que lo envenena a diario con engaños y robos son la continuación de los hombres que vinieron del otro lado del mar: se engordan devorando al pueblo. No los temas, estaré contigo y te protegeré.



- ¿Hasta cuándo, Señor?



- Hasta que mi pueblo conozca la verdad sobre su propia historia, sobre el Evangelio de mi hijo y sobre mí.



-¿Y después?



- Después, Jeremías, andá a saber...




Jeremías y el Resucitado




En una recova del templo, Jeremías encontró una imagen del Sagrado Corazón de tamaño casi natural. Era de yeso y con razón la tenían arrinconada, porque la parte del corazón estaba rota. Pero la imagen tenía otro defecto: el pelo del Cristo era rubio y los ojos, azules.



A Jeremías ese importante detalle le pareció un insulto al Jesús histórico y a la misma gente del pueblo. Y, sin más, fue a buscar unas fibras de distintos colores y al Cristo le pintó de negro el cabello, las cejas, la barba y los ojos. Le cambió también el rosadito de la piel por un bronceado digno de la Quebrada. Le sacó el trapo rojo que le tapaba el corazón roto y, ayudado por las manos cómplices de una santa mujer y de un muchacho gracioso, revistió la imagen de una túnica blanca como la luz y de un manto tan amarillo como el sol de Pascua.



Le dijo a la Voz:



- Señor, tengo el gusto de presentarte el Resucitado de Tilcara. Es un poco feíto, pero podría ser peor. Hace 500 años que a través de triunfos, derrotas y fracasos la gente de este pueblo lleva al Crucificado en la piel, y vos me dijiste que querías “resucitar en ellos”. Bueno, aquí tenés una imagen que representa esa resurrección. De un corazón roto y cara blanca, hemos hecho un Kolla vencedor de la muerte. ¿Sabés qué? lo vamos a poner sobre andas y, en la noche de Pascua, lo haremos aparecer por la nave central de la iglesia. En la mañana siguiente, lo pasearemos triunfalmente por las calles del pueblo. La gente entiende el lenguaje de las imágenes, y le gusta. Quiero que se grabe en sus ojos y luego en su corazón que aquí no se va a tratar más de sobrevivir sino de pasar de una vez de la muerte a la vida. ¿Qué te parece la idea, Señor?




El Señor inclinó la cabeza a un costadito y miró la obra con curiosidad y no sin una sonrisita de satisfacción. Jeremías se entusiasmó y prosiguió con la alegría de un niño:



- Y para la circunstancia cantaremos este cantito que acabo de componer. Espero que te guste, aunque te tenga que confesar que para la música le robé unas cuantas notitas al hermoso Promesante de Don Felipe Valdez... Seguro que este buen señor me lo va a perdonar...




El Señor fingió no haber oído.





Jeremías se limpió la garganta y se puso a cantar:




Tu pueblo, Señor, no quiere morir,


Tu pueblo, Señor, jamás morirá.



Clavado al cardón aquí quedará


Sacando la vida de la propia piedra



Tu sangre, Señor, en nuestras espinas


Hará renacer los hijos del Sol



Y mientras se alcen al cielo los cerros


Tilcara, Señor, de pie quedará




Tu pueblo, Señor, no quiere morir,


Tu pueblo, Señor, jamás morirá.



No estaba seguro, pero le pareció a Jeremías que el Señor había aplaudido. Tuvo también la impresión de que el ex Sagrado Corazón se estaba encontrando a gusto en su nuevo papel de imagen del Resucitado, símbolo de un pueblo destinado a superar su pasado de postergación y a salir airoso para adelante.




Jeremías y la Utopía del Reino




En el Angosto del Perchel, la ruta y el río Grande se deslizan entre dos paredes muy empinadas. La del lado este, es una verdadera pizarra que parece tener unos 200 metros de alto. ¿Pero quién lo va a creer? Sobre esa muralla de pura laja, crece una cantidad enorme de cardones gigantes con la misma tranquilidad que si estuvieran plantados en el mejor suelo de la pampa argentina.



Al ver por primera vez ese fenómeno, Jeremías exclamó: “¡Esos cardones son la mismísima imagen del pueblo de la Quebrada y Puna; ni la pesada piedra que la historia puso sobre sus espaldas logró doblarlo!” En ese instante, la fértil imaginación de Jeremías vio brillar en la luz del sol una selva de erkes, sikus, erkenchos, anatas y bombos y, en medio de todo, el pueblo Kolla todo emponchado que bailaba alegre junto al resucitado de Jerusalén, pisando con fuerza la enorme piedra volteada a la entrada del sepulcro. Por su lado, Jeremías cantaba: “¡Aleluya, pueblo, Aleluya!



¡Han crucificado a tu hermano


Dios lo resucitó!



“¡Sí, pueblo querido”, clamaba Jeremías, “somos hijos e hijas de la Resurrección! No somos del mundo de los muertos. Pertenecemos a la vida. A la vida que brota de adentro, que no esperaremos más de afuera, ni de arriba, sino de abajo, es decir de nosotros mismos, que allí es donde vive nuestro Dios. En nosotros todos hay un árbol de luz que se está abriendo camino a través de la roca, un árbol que quiere florecer y dar sus frutos de inmortalidad.



Estamos preñados de salud, de harmonía, de amor, de justicia, de libertad, de paz, de una vida abundante que salta hasta los jardines de Dios. Desechemos todas las imágenes falsas que nos hemos fabricado sobre nosotros mismos o que otros nos han impuesto. Esas imágenes bloquean al árbol, lo tapan, impiden que salga de las profundidades de nuestro ser donde está como aprisionado.



Somos distintos de los demás y tenemos el derecho y el deber de ser lo que somos. Dios está con nosotros y nosotros con Él. Dios está en nosotros y nosotros en Él. Nuestro destino es vivir y vivir plenamente. A esto Jesús lo llama el Reino de Dios, el Reino que está en marcha ya en medio de nosotros. Abrámosle de par en par la puerta de nuestro ser y de nuestra realidad. ¡Que haya luz!”



Cuando hablaba del Reino, Jeremías se ponía eufórico, y siempre hablaba del Reino…









viernes, 29 de octubre de 2010

DESPACHO DE UN «ALMITA» EN TILCARA


En las montañas de Tilcara, cuando el alma “fresca” de una persona recién fallecida emprende su viaje hacia la luz, se pone en la casa una mesa grande y se la cubre con un mantel negro. Sobre la mesa se dispone una gran cantidad de panes caseros y se cuelga de la pared más pegada a la mesa los panes que lucen más bonitos. Esos panes tienen distintas formas y todos dicen algo de la fe del pueblo frente a la muerte.

Hay panes en forma de llamas que transportan el “almita” sobre su lomo hasta la cima de las montañas. Hay panes en forma de torres para que el alma pueda alcanzar las nubes. Panes en forma de escaleras para trepar lo más pronto posible al cielo. Y panes en forma de palomas, para llegar hasta la cruz de Jesús, el Salvador.

Es la cruz del Salvador la que, al final del recorrido, le abre al almita la puerta de la Morada de Dios, representada por un pan en forma de casa. Otros panes en forma de corazones simbolizan el amor de los parientes y de los amigos que continúan rodeando al almita durante su gran viaje. Y finalmente están los panes que representan una magnífica corona con que la Virgen adornará la cabeza del almita cuando se presente a la gran fiesta preparada por los ángeles en el cielo. Las letras QEPD en forma de panes son, como todos saben, el deseo de circunstancias: “¡Qué En Paz Descanse!”

Junto a la mesa, por los costados, sobre cajones más bajitos, cubiertos también con un paño negro, se colocan diferentes platos llenos de la comida que más le gustaba al almita cuando aún vivía. También se ponen las bebidas preferidas y muchas otras cositas. El olor de los panes y demás “ofrenditas” embalsama el camino del almita y le sirven de sustento a lo largo de su peregrinaje hacia el más allá.

En los funerales, que se celebran algunas horas después de la muerte, se vierten todas las lágrimas del mundo. Terminado el funeral y secadas las lágrimas, se abren las puertas de la casa a los vecinos. Se sacan las comidas, incluyendo las que estaban escondidas bajo la mesa, se agregan otras recién hechas y se arma la fiesta. Se bebe, se ríe, se come. De esta forma todos “comulgan” alegremente con el almita, comiendo lo que a ella le gustaba comer, bebiendo lo que a ella le gustaba beber y fumando lo que a ella le gustaba fumar. La muerte ya queda atrás. Entre el almita y los familiares y amigos de la tierra siguen la cercanía, el cariño y la amistad.

No me sorprendería que las “misas” de los cristianos de antes que se celebraban en medio de las tumbas de las catacumbas romanas, hayan tenido algún parecido con los banquetes de las “almitas” de Tilcara.


miércoles, 26 de mayo de 2010

MATEO Y EL LEÓN


Son diez los hijos de Nelly y Mateo y eran veinte sus ovejas. Pero desde que el león* bajó de la montaña y en dos vueltas mató a cuatro, ya no quedan más que dieciséis ovejas. La familia está muy afligida y se desespera por el resto del rebaño, porque una vez que el león ha probado la sangre de una oveja no se queda quieto hasta no acabar con todas. Por eso, sin perder tiempo, Mateo, Nelly, hijos y vecinos salen corriendo a cazar al “bicho” muy lejos, en el cerro. Es en balde… Entonces, ilustrando el refrán que dice: “a grandes males grandes remedios”, Mateo, Nelly y familia resuelven finalmente encarar el problema de otro modo.

Cada noche, a la puesta del sol, padres e hijos desocupan la casa familiar y encierran adentro a las ovejas, dejando una sola ventanita abierta. Armándose de escopetas y palos, todos se van luego a agazapar detrás de unos arbustos cercanos, al acecho del animal.

El león no viene, ni la primera noche, ni la segunda, ni la tercera. Trece noches se suceden así: todas las noches, las ovejas duermen tranquilamente dentro de la casa, mientras la familia al sereno las sigue pasando negras, dormitando con un ojo y vigilando con el otro. En la decimocuarta noche se avista, por fin, la sombra alargada de un gato grande que se desliza silenciosamente hacia la casa. Las ovejas, que olfatean al enemigo, se alborotan y se echan a gemir y a llorar. El león se excita más y justo cuando toma impulso para saltar a la ventanita, dos escopetazos estallan desde detrás de los arbustos. El animal da un brinco en el aire y cae como una piedra al suelo. En un periquete todo el mundo se le tira encima y lo remata a palos.

Algo parecido hizo Jesús por los indefensos de su pueblo. No sólo abandonó su casa, sino también la propia vida para defenderlos del lobo, dando así un ejemplo a toda autoridad bajo el cielo: no maltratar a los que no pueden defenderse, no aprovecharse de ellos, no abandonarlos en la penuria. Enfrentar al lobo y no buscar su amistad. Preferir dejarse matar por él antes que dejarlo abusar del pueblo (Jn 10, 7-15).

¿Quién es el lobo? Aquél que se come a las ovejas, las tortura o las hace desaparecer por miles como si nada. El que explota a la gente, la esquila, la dispersa, la hambrea, abusa de ella, la trata como a cualquier mercancía. Son los corruptos, los chorros, los grandes ladrones, los políticos y los banqueros que engañan y roban descaradamente a nivel mundial y que se reproducen como conejos en todas las naciones del planeta.

Hasta no hace mucho se dieron cosas muy raras en la Iglesia. En todos los países de América latina se han visto pequeñas comunidades eclesiales de base que, sin usar escopetas ni palos, se solidarizaban con las víctimas indefensas de las despiadadas dictaduras militares de sus respectivos países. Sólo intentaban así poner en práctica lo más elemental del Evangelio de Jesús. Pues bien, por ese motivo y aunque parezca impensable, muchas de esas pequeñas y valientes comunidades cristianas han sido vejadas y desmanteladas por… ¡sus propios pastores!

Es evidente que con esa clase de pastores, no hacen falta lobos…

Pero, gracias a Dios, hubo pastores que se pusieron los pantalones. Casi todos éstos, sin embargo, terminaron asesinados. Como Jesús.

"¡Estén despiertos!”, ya que no saben a qué hora de la noche vendrá el ladrón, el león o el lobo disfrazado de… pastor... (Mt 24, 4243; Jn 10, 10-13)

*En el noroeste argentino, el "león" es una especie de puma de tamaño mediano muy voraz. Sale sólo de noche y es muy difícil de cazar.


domingo, 25 de abril de 2010

LA BICICLETA


El hombre me condujo emocionado a la pieza de su anciana madre. La habitación era vasta y casi vacía. Y desnudos sus cuatro muros, blanqueados con cal. Una sola ventana la iluminaba. En lo alto de la pared, pequeña, con un solo postigo entreabierto y pintado de verde, proyectaba sobre el piso color naranja una cruda mancha de luz. La silueta de una camilla de hierro con evidentes signos de cansancio se recortaba como un esqueleto sobre una de las paredes de la habitación. Desde este marco, dos pequeños ojos negros sumergidos en un puñado de arrugas me observaban intensamente. Era la viejecita. Su rostro se hundía en el hueco de la almohada. El resto de su cuerpo se adivinaba apenas bajo una sábana inmaculada y entre los resplandecientes colores de una manta regional. Los pequeños ojitos se fijaban en mí con tan penetrante desconfianza que ni mis mejores sonrisas ni mis palabras más afectuosas lograban quebrar. De una viga del techo, justo sobre la cabeza de la viejecita, colgaba una bicicleta. Era el único “mobiliario” de la habitación, además de la cama de hierro. Me parecía estar dentro de un cuadro de Salvador Dalí.

Mientras tanto trataba de tranquilizar a la buena abuelita diciéndole que yo era el “padrecito” que el Buen Dios le enviaba para invitarla a una gran fiesta exclusivamente preparada para ella, al otro lado de la montaña. Esto era más o menos lo que le decía: “¿Sabes abuelita, allí siempre se está bien, todo es agradable. No más enfermedad, no más penas, no más lágrimas, no más muerte. Allí no se pone nunca el sol y tampoco quema. Todo es placentero de la mañana a la noche y de la noche a la mañana. Es allí donde vive el Buen Dios. Tú lo sabes. Él es al mismo tiempo padre tierno y madre dulce. Es el Gran Dios y es Pachamama. Es Sol y Flor. Es Danza y Canción. En ese lugar hay grandes cantidades de vicuñas, llamas, cabritas y gordas ovejas. Arroyos de agua clara riegan praderas que son grandes como el mar, de un verde luminoso y siempre sembradas de flores. Allí crecen árboles inmensos y plantas cuyos frutos producen “agua a la boca” y se comen todos los días los manjares más exquisitos. Además allí todos se aman y la felicidad desborda por todas partes. Se cantan coplas extremadamente divertidas y se bebe una chicha fabulosa que, sin emborrachar, mantiene el corazón siempre de fiesta.”

Con las cejas más fruncidas aún, sus dos ojitos me miraban con acrecentada desconfianza. Había fracasado totalmente. La abuela no se dejaba convencer. Desistí entonces y permanecí un buen rato silencioso. Finalmente le dirigí estas palabras. “Perdóname abuelita. Me miras con desconfianza porque ya no estás aquí. Has llegado ya al país del que te hablo. Pero lo que tú estás viendo allí no es como lo que yo te cuento: estás descubriendo que es infinitamente mucho más bello… Mi pobre lenguaje humano no significa nada para ti. Tú estás viviendo ya junto a los pájaros del cielo y tu corazón escucha músicas que nadie puede imaginar de este lado. Ahí está tu bicicleta, abuelita. Te está esperando. Inicia tu vuelo. ¡Buen viaje, y que el gran Dios te lleve con su bendición! Allí arriba ruega, abuela, por nosotros. Pídele a Dios que nos enseñe a ser menos malos y un poco más cuerdos”.

Con estas palabras, me retiré. La nuera me acompañó hasta la puerta. Lloraba. Le dije: “No has dejado de llorar un instante, ¿Querías mucho a tu suegra?” “Oh, sí”, me respondió, “me ha amado más que mi propia madre, que era muy buena también.”

Esa misma noche, la buena abuelita partió sin hacer ruido, montada en su bicicleta.

jueves, 8 de abril de 2010

sábado, 27 de marzo de 2010

PAÑUELAZO EN TILCARA


Por: Eloy Roy

"Hay momentos en que la sabiduría no es la primera de las cualidades requeridas; cuando una situación moral reclama un golpe que llama poderosamente la atención, ¡al diablo con la sabiduría!" Owen Chadwick, historiador británico

Más allá del folclore

En el atardecer del 1 de abril de 1988, en la Quebrada de Humahuaca, la iglesia de Tilcara fue el escenario de un acto diabólico para unos y más que divino para otros.

Era Viernes Santo. Miles de curiosos, devotos y fieles cristianos venidos de de la Argentina o del extranjero, se apretaban en la plaza y las calles contiguas al templo. En la iglesia se acababa de terminar la liturgia de la Pasión de Jesús y se estaba por dar inicio a la tradicional procesión del Cristo Yaciente con las imágenes del cuerpo del Crucificado y de la Virgen Dolorosa. En ese momento se realizó un pequeño acto que no había sido previsto en el programa. Eloy Roy, el sacerdote misionero de origen canadiense que presidía la celebración, no dio inmediatamente la señal de partida para la procesión. Antes, se paró entre el altar y la imagen de la Virgen, tomó el micrófono y entonó un canto desgarrador que hizo retumbar por la iglesia y la plaza la eterna pregunta del principio de la Biblia: " ¿Tu hermano, dónde está?" (Gén 4,9)

Frente a él, en la primera fila de la asamblea, se destacaba un pequeño grupo de Madres de Plaza de Mayo cubierta la cabeza con su famoso pañuelo blanco. Entre ellas, la heroica Olga Aredez, de Libertador General San Martín, y su valiente compañera de Buenos Aires, Nora Cortiñas. Olga era una amiga entrañable y una prodigiosa fuente de inspiración para los animadores de comunidad de la parroquia de Tilcara. La desaparición forzada de Luis, su marido, la había transformado en una promotora apasionada de la causa de los detenidos-desaparecidos de la Argentina. Su lucha se había desarrollado la más de las veces en total soledad frente a poderes hostiles y en medio de un pueblo paralizado por el miedo. A pesar, o a causa de ello, a Olga le había nacido como un sexto sentido para desenmascarar la mecánica de la injusticia en su ambiente, en el país y en el mundo. Con extrema generosidad acompañaba en su lucha a los sectores más empobrecidos y, en todos los foros, compartía el fruto de su experiencia y reflexión. Su aporte al grupo de jóvenes de Derechos Humanos de la parroquia de Tilcara había sido trascendente.

Desobediencia debida

Justamente en ese abril del 1988, el proyecto de ley "de Obediencia debida", que poco después iba a ser aprobado por el Congreso, tenía a estos jóvenes hirviendo en indignación. Al ser sancionada, esa ley lavaba de toda culpa al 99% de los responsables directos de la desaparición forzada de 30 000 argentinos y de miles de otros crímenes cometidos durante la Dictadura. Sólo el miedo y el más vil oportunismo político podían explicar semejante aberración, y los jóvenes de la parroquia de Tilcara no se lo iban a tragar. Quisieron plasmar en un gesto público muy fuerte su repudio más absoluto a ese proyecto de ley. Pero Eloy, con o sin razón, temió por ellos. Sintiéndose más protegido por su doble condición de sacerdote y de ciudadano extranjero, le pareció que si riesgos había, a él le tocaba correrlos. En eso cayó Semana Santa. Las concurridas celebraciones en Tilcara, particularmente las del Viernes Santo, le ofrecieron una ocasión ideal para pasar al acto.

En la iglesia, el pequeño grupo de Madres de Plaza de Mayo había seguido la liturgia de la conmemoración de la Pasión de Jesús. Estaban de pie, tensas, pendientes de cada gesto y de cada palabra, como reviviendo su propio calvario. De su boca no salía una palabra, pero a través de sus ojos, su silencio y su pañuelo blanco se podía oír desde la humilde iglesia de Tilcara la voz del mismo Dios planteando, esta vez al alma argentina, la gran pregunta del principio de la Biblia: "Tus 30 000 hermanos detenidos-desaparecidos,¿dónde están?"

La víspera, en la celebración de la Última Cena del Señor, el sacerdote había lavado los pies a María del Carmen, madre de un desaparecido de San Salvador de Jujuy. Y en su homilía de ese Viernes Santo, con claridad y fuerza, había recordado los motivos reales por los que Jesús había sido detenido, torturado y vilmente asesinado en una cruz, ciertamente no por Dios, sino por las autoridades de su pueblo.

Un sistema distinto

Jesús, con una autoridad y una libertad única, proclamaba un Reino que no correspondía, por cierto, al tipo de reinos de la época y menos todavía al reino de los dos déspotas de su país. Uno de esos déspotas era Caifás, jefe religioso integrista, corrupto y cínico; otro era Pilatos, jefe militar, famoso por su crueldad y oportunismo político. En el reino de ambos, unos eran primeros y otros eran últimos. Los primeros eran los terratenientes, los prestamistas, los vivos, los mentirosos profesionales, los ricachones podridos de plata, los soldados y policías que sembraban el terror en el pueblo, los orejones de éstos, sin olvidar a los soplones y a los chupacirios de la religión que se arropaban de amor y de paz para mejor hacerles trampa a la verdad y a la justicia. Los últimos en ese reino eran las víctimas de los primeros, es decir: los pobres, los enfermos, las prostitutas, los colectores de impuestos, la gente oprimida, explotada, marginada, agobiada, en una palabra, todos los "jodidos" de la sociedad que formaban la inmensa mayoría del pueblo. Nadie cuestionaba ese "orden", considerado como normal y natural. Nadie, a excepción de Jesús y unos guerrilleros extremistas llamados zelotas.

Jesús era tan revolucionario como los zelotas, tenía amistad con algunos de ellos, pero era muy distinto de ellos. No era un incendiario fanático como los zelotas (que, al final, llevaron su nación a la ruina total), y tampoco era un pacifista bombero como un cierto cristianismo emasculado se empeñó en pintarlo. Jesús era un hombre comprometido de cuerpo y alma con los últimos de su pueblo. Tenía una fe absoluta en Dios y en el ser humano. Para él, el amor de Dios había puesto en el corazón de toda persona, aún la más desfigurada, la capacidad de romper todas sus cadenas, incluso las de la muerte. El motor de su acción era una fe, una misericordia y una entrega sin límite. Y una repulsión visceral al mal disfrazado de bien, a la mentira disfrazada de virtud. El amor paciente y comprensivo se conjugaba en él con una fantástica creatividad, audacia y libertad, y también con la indignación, la denuncia, la provocación, la bronca, incluso el rebenque, pero nunca con el odio, la venganza o la destrucción del otro. Se dejó masacrar antes que en su nombre o por su reino se derramara una sola gota de sangre ajena.

Ahora bien, el reino que Jesús proclamaba, era precisamente al revés del reino de Caifás y Pilatos. En su reino eran primeros los que en el mundo de Caifás y Pilatos eran los últimos, y eran últimos aquellos que en el mundo de Caifás y de Pilatos eran primeros. Dos mundos opuestos como el día a la noche.

En un principio, Caifás había tolerado a Jesús, pensando que era nada más que un loco inofensivo. Pero al ver la inmensa popularidad que ganaba entre los oprimidos, lo miró como enemigo. Llegó a estimar que, por razones de seguridad nacional, había que eliminarlo. Entonces mandó a secuestrar a Jesús. De noche, naturalmente. Con sus partidarios le hizo una mascarada de juicio, lo trató de charlatán, hereje, sacrílego y apóstata, y finalmente lo entregó a Pilatos acusándolo de subversivo y rebelde. Jesús fue azotado con puntas de hierro, escupido, picaneado con espinas en la cabeza, y despectivamente condenado a ser crucificado como pretendido "rey de los judíos", es decir, como insurgente contra el orden imperial de los romanos.

Fue castigado con una muerte horrenda para escarmiento de todos aquellos que tuvieran la tentación de imitarlo. La medida fue eficaz, pues con en el correr del tiempo, los mismos discípulos, acomodados en las primeras filas del mundo de los emperadores, travistieron el Evangelio de Jesús en un mensaje religioso sin sabor. Lo que era la Buena Noticia de Dios para los pobres y oprimidos y que debía ser la sal de la tierra, fue sistemáticamente expurgado de su fibra profética y revolucionaria para convertirse en lo que alguien denunciara tan acertadamente como el opio del pueblo.

Un Jesús desobediente

A ese Jesús, al que habían denunciado alguna vez como endemoniado, lo mataron por poner en peligro la estabilidad de la religión y del Estado (Jn 11, 47-50).

En realidad, ¿qué se reprochaba a Jesús? El no haberse arrodillado ante el Sumo Sacerdote y el Gobernador militar. El haber sido la voz de los sin voz, la esperanza de los desamparados; el haber sido, por su compromiso personal, el hombre de la justicia, de la igualdad y de la fraternidad. El haber sido un hombre libre al servicio de la libertad. El no haber permitido que a Dios se lo mezclara con las artimañas del poder y se lo usara para explotar a la gente de buena fe y sin defensa. Por haber pretendido que Dios estaba con él y con esa gente sencilla que lo seguía y que ellos despreciaban. El pecado de Jesús fue el no haber sido jerárquico, el haber infringido los cánones de la religión oficial, en una palabra, haber sido desobediente. Por ese pecado capital fue desechado como la más detestable basura.

En la Argentina, con actores distintos y en circunstancias diferentes, algo similar había pasado. Hombres y mujeres, creyentes o no creyentes, santos o pecadores, con fusiles o sin fusiles, con sensatez o locura, pero la mayoría de ellos con mucha lucidez, generosidad y valentía, habían peleado también, aunque a veces con medios distintos y quizás con otro espíritu, por ideales y valores parecidos a los de Jesús de Nazareth. Fueron desobedientes. Por eso las fuerzas del orden los detuvieron y nunca más se supo de ellos. Sus familiares y amigos salieron a preguntar por ellos, pero nunca recibieron respuesta.

La bomba

En fin, para que se supiera que un cristiano bien nacido no puede sino estar del lado de esas mujeres y hombres que no se conforman con que se les conteste: "Yo, argentino…" o "…por algo habrá sido", Eloy, echando mano de un paño blanco (de esos que se usan para la misa), lo dobló en

forma de pañuelo y, volviéndose hacia la imagen de la Virgen Dolorosa, la coronó con la insignia característica de las Abuelas y Madres de los 30 000 Detenidos-Desaparecidos de la dictadura argentina.

Fue grave y grande, como un rayo de millones de voltios cayendo de repente del cielo azul de la pacífica Tilcara, estrellando cerros y rocas, despertando a los dormidos, estimulando a los despiertos, escandalizando a los beatos y enfureciendo a otros.

La procesión se puso en marcha hacia la salida de la iglesia.

Ni bien apareció el sacerdote en la puerta del templo, seguido por la imagen tocada con el Pañuelo, le cayó encima una lluvia de piedras e injurias. Mujeres y hombres al borde del patatús le largaron una letanía de "apátrida, foráneo, infiltrado, marxista y anticristo". Le gritaban que ellos eran "el pueblo" y que el pueblo lo repudiaba, y que rajara del país en el acto… Pero al pueblo, justamente, no le pareció, pues de la plaza se levantó en contra de ellos un gruñido de bronca que les asustó tanto que fueron ellos los que tuvieron que rajar.

¿Quiénes eran ellos? Una patota más o menos improvisada de veraneantes del lugar, todos bien conocidos. Se perdieron corriendo en la oscuridad sin dejar rastro alguno. Por el momento.

Aquella noche, no se presentó el carro de sonido. La procesión se desarrolló sin comentarios, acompañada tan sólo con la melancólica música de los sicuris y la multitudinaria oración del pueblo.

Por cierto, hubo manos que, a favor de la noche, cortaron con cuchillas los bolsos de las Madres y los vaciaron de su contenido, pero fue el único incidente. Al día siguiente, la patota de los veraneantes estaba de vuelta en la iglesia, horrorizada por la "abominación" que sus ojos descreídos veían instalada en el templo. Pero a la "abominación" le sacaron muchas fotos. Más de una vez trataron de alcanzar la imagen de la Virgen para sacarle ese pañuelo que les mataba, pero siempre topaban con una barrera de escobas. Eran las escobas de los jóvenes que montaban la guardia barriendo el piso al pie de la imagen. Todo el día barrieron ese mismo piso… Exasperada, una señora de apellido inglés exclamó: " ¡Si a la Virgen no le saco ese trapo, le pongo una gorra militar al Cristo!" No lo logró (felizmente, porque es más seguro que las espinas de la corona del Cristo le habrían estropeado la gorra). En fin, todo entró en orden cuando por la tarde llegaron los expertos para liberar de sus andas la imagen con su Pañuelo y volverla a colocar en su nicho, lejos de las manos iconoclastas.

No sólo el Pañuelo, sino también un par de "ermitas*" demasiado explícitas arrugaron la sensibilidad religiosa de esos valientes talibanes de la ortodoxia católica. Una de esas ermitas había sido colocada justo arriba de la puerta central de la iglesia y representaba el cuerpo desangrado del obispo Angellelli bajo una rueda de jeep militar. Otra ermita mostraba a un soldado romano muy malo que torturaba a Jesús; pero en la versión tilcareña el soldado no llevaba capa ni casco romano sino pantalón caqui y botas de milico, y en vez de azotes, empuñaba un fusil "made in USA". Muchos sabios de la Iglesia ya habían empezado a hablar de la necesidad urgente de "inculturar" el Evangelio para que fuera más inteligible por la sociedad de hoy; esas ermitas, al igual que el Pañuelo, quisieron responder en parte a dicha expectativa.

Al cabo de 500 años…

Sin perder tiempo, el obispo convocó a Eloy Roy a su despacho de la ciudad para notificarle que estaba despedido. Era voluntad de él y de su presbiterio.

Llegó Eloy a la cita. Allí, dos visiones, dos teologías, dos Iglesias se entrechocaron: por un lado, un obispo encarnando la postura tradicional del Poder, y por otro, un sacerdote misionero tratando simplemente de ser la voz de los sin poder. Situación nada nueva bajo el sol. Había sido, pero a otro nivel, por supuesto, la situación del indio de Cajamarca frente al crucifijo de Valverde y la hoguera de Pizarro, y la de Jesús de Nazareth ante Caifás y Pilatos… Y la de cuantos millones más frente a los tiranos de ayer y de hoy, dentro y fuera de la Iglesia.

Con todo, Eloy le dijo al obispo que iba a acatar su orden. Pero, para evitar que le pasara lo mismo que a los desaparecidos, le pidió que sobre un papelito le pusiera, con firma, sello y todo, los motivos del despido "aun cuando fueran falsos". Linda ganga que el obispo no supo aprovechar… Más bien se levantó, amenazó con recurrir a instancias superiores y puso fin a la entrevista.

Cuando oyó lo de las "instancias superiores" el sacerdote sabía que estaba perdido. Le dijo a su pastor: "Aquí nuestros caminos se separan: yo me voy para el basural y usted, para arzobispo". Y así fue. Sin embargo, muy a pesar del obispo, el sacerdote regresó a Tilcara y se obstinó en permanecer al frente de la parroquia seis meses más, hasta el "punto final"… de su contrato con la diócesis.

Mientras tanto, el diario Pregón de Jujuy daba la alarma en primera plana contra las "campanas de palo" que tocaban en Tilcara. Un comunicado del Obispado bombardeaba ondas y púlpitos denunciando como "pecado contra el amor" el Pañuelo de Tilcara, pues se había atrevido a "parcializar" a la Virgen María, Madre "de todos". Pero dentro de las paredes del obispado, a ese pecado lo habían etiquetado de "sacrilegio". Contó en secreto un testigo ocular que en un tiempo récord la cúpula eclesiástica se había juntado alrededor del engallado obispo para pedirle a gritos la cabeza del pecador de Tilcara y que el obispo les aseguró que ya era cosa hecha. Sin mayor juicio. Al presunto culpable no se le dio la más mínima oportunidad de explicarse, pues según la teología del trono y del báculo, hay casos en que negar a una persona un derecho fundamental, no es un pecado, ni mucho menos un sacrilegio, sino un deber, e incluso un "servicio de amor"…

¡Y sí! ¿Desde cuándo Dios, la Virgen y los santos se ensucian con gente que lucha por la justicia y la verdad? ¿Qué pueden tener en común las Madres de los 30 000 detenidos-desaparecidos de la Argentina y la Madre de Jesús, el que fue detenido, torturado y asesinado un Viernes Santo por los pontífices de su Iglesia y la autoridad militar de su país?

Nada, por supuesto…

¿Nueva evangelización?

Unos dicen que la Virgen era santísima, mientras las Madres eran comunistas. Pero nunca se les ocurrió preguntarse lo que Caifás y Pilatos podían haber pensado o dicho de la madre de ese Jesús que ellos habían mandado a crucificar... Ese interrogante y mil otros se plantearon en la polémica que por entonces se desató en los medios de comunicación y que tuvo su eco hasta a nivel nacional.

Unos ensalzaban a Eloy Roy hasta el cielo y otros lo mandaban al fondo del infierno. Pero todo giraba, al final, alrededor de una sola pregunta: ¿Si Jesús, hoy, viviera en la Argentina, en Tilcara o en Jujuy, qué enseñaría, cómo actuaría, qué sería él para la gente?… ¿Cuál sería su actitud para con las personas y organismos dedicados a la promoción y la defensa de los derechos humanos? ¿Qué diría Jesús de los obispos y sacerdotes que bendijeron la dictadura y colaboraron con los genocidas? ¿Acaso María, la madre de Jesús, no andaría feliz al lado (o al frente) de las Abuelas y Madres de Plaza de Mayo con sus broncas y su lucidez y, por qué no, también con sus ambigüedades?...

Para los que, justo en esa época, buscaban los caminos de una "nueva evangelización con nuevos métodos" se estaba abriendo en la plaza pública un debate realmente apasionante. Pero para aquellos que veían sus privilegios amenazados por la nueva democracia, y más todavía por una Iglesia que empezara a balbucear la lengua de los oprimidos, ese debate era el colmo de la insolencia y de la subversión.

Resistencia

En Tilcara, donde se había inaugurado de ambos lados una resistencia que iba a durar varios meses, las tensiones, en ciertos momentos, rozaron el horror. Si bien los veraneantes se habían replegado con prudencia en la sombra, una jauría de amigotes de ellos, serviles colaboradores de la difunta dictadura y punteros de la más vil politiquería local, se había largado de cabeza a la línea de fuego. Echando espuma por la boca le hicieron al párroco un cabildo abierto en la plaza y lo condenaron a todos los flagelos del Apocalipsis. Por lo pronto, una huelga de hambre llevada por gente de la parroquia obligó al obispo a salir de su búnker y a personarse ante la gente de las comunidades reunida en la iglesia. En un ambiente glacial y bajo la mirada un tanto desconfiada de la Virgen del Pañuelo, el obispo, con mucho énfasis y una emoción que pareció harto sincera, se comprometió a asegurar, después de la partida de Eloy, la continuidad de su línea pastoral. Reiteró que, independientemente del incidente del Pañuelo, esa pastoral era irreprochable ya que él mismo la había bendecido. No tenía ninguna intención de cambiarla. Para que no quedara duda sobre el particular, fue hasta presentar como futuro párroco de la comunidad a un excelente sacerdote, que andaba con él en ese día y que Eloy mismo estimaba como un buen amigo. Ante disposiciones tan razonables, Eloy juzgó que tal vez había llegado para él la hora de borrarse del paisaje. Como la mamá se le acababa de morir en Canadá, se marchó para allá sin vacilar, convencido de que la paz iba a volver al pueblo.

Zorro en el gallinero

Un par de meses después, estando en Canadá, Eloy empezó a abrir los ojos. Por noticias que le llegaban regularmente de Tilcara se enteró que el obispo le había metido el perro. El tal sacerdote amigo había sido asignado a la parroquia únicamente para que Eloy no tuviera más pretexto de quedarse en Tilcara o en la Argentina. Logrado esto, el obispo sacó enseguida a ese curita buenito y lo remplazó por una especie de extraterrestre que parecía salir directamente de una película nazi. El nuevo párroco era un viejo alemán que en una vida anterior había efectivamente servido como oficial en los ejércitos de Hitler. Tomó posesión de la parroquia de Tilcara como un león investido por el obispo de la misión mesiánica de sacarle el pañuelo a la Virgen y de reducir a polvo todo lo que ese pañuelo simbolizara.

Cuentan que una señorita de la barra de las escobas había pegado con "Poxi-ran" el controvertido pañuelo para que nadie lo pudiera sacar. Así que al santo cura no le fue fácil cumplir con esa primera parte de su misión. Para lograr su objetivo tuvo que pelear durante tres horas con la meticulosidad de un desactivador de bombas, ayudado de una pava de agua hirviente y de dos señoras gordas expertas en disección de todo. El pañuelo finalmente voló y, en el trance, se llevó un mechón de la peluca. Hubo que bajar un poco el velo sobre la frente de la imagen para tapar la peladita que se formó…

Durante cuatro años ese cura se gozó sádicamente en humillar a la gente más vulnerable de la parroquia. A los que todavía se animaban a reunirse en pequeñas

comunidades los hostigó y aterrorizó con la policía, desmantelando todo lo que pudo. Prohibió la lectura de la Biblia, considerando que el pueblo no era más que "adobes" incapaces de entenderla. Expulsó de la iglesia a los mejores colaboradores de Eloy. Prohibió los cantos compuestos por él y quemó sus escritos. Bautizó "Centro comunista" al CEFAC, un centro eclesial de formación y animación comunitaria que Eloy había creado y financiado en gran parte con el aporte solidario de familiares y cristianos comprometidos del Québec.

Ese Centro fue el último reducto de la dignidad en contra de las neurosis del cura alemán. Durante casi tres años, logró resistir a las embestidas del receloso clérigo y mal que bien siguió con sus actividades de promoción de las pequeñas comunidades y de sus animadores. En poco tiempo, sin embargo, muchos proyectos sociales pensados en función de los más marginados, quedaron en la nada. Tanta mala fama se hizo, por ejemplo, a una linda guardería de niños que no hubo más remedio que cerrarla. Había sido creada para aliviar el fardo de las madres trabajadoras más empobrecidas, pero al oír que en esa guardería los terroristas de Eloy tenían bombas escondidas, las madres se asustaron y retiraron a sus hijitos. Con rumores por el estilo mucha gente se fue alejando de las comunidades y de los proyectos. Prácticamente todo se vino abajo. Al final, con la ayuda del abogado y otro personal del obispado, el cura logró meter mano también al CEFAC. Puso candados a las puertas y entregó las llaves a una vieja alcahuete que se dedicaba a fiscalizar y a sargentear todo lo que en el pueblo tenía dos o cuatro patas.

Varias delegaciones de la comunidad fueron al obispo a protestar por ese párroco que en nada correspondía a lo prometido. Le suplicaron hasta con lágrimas que lo sacara de la parroquia. Pero el obispo defendió a su peón como a la propia madre, clamando que en toda su diócesis no había mejor sacerdote. Los amonestaba diciendo: " ¡Ustedes le deben obedecer, porque él es el párroco!" Y ellos de replicar: " ¿Acaso Eloy no era párroco? ¿Por qué, pues, a los que vinieron acá a pedirle su cabeza usted no mandó que le obedecieran?"... Así fue como los "adobes" de Tilcara, incapaces de entender la Biblia, interpretaron el dogma de la "Obediencia debida" a párrocos y obispos que a veces se olvidaban de que no eran Dios.

Barba y ametralladora

Eloy seguía en Canadá, informado de lo que pasaba en Tilcara, cuando en Buenos Aires unos muchachos del MTP asaltaron el cuartel militar de La Tablada. En ese ataque varias personas fueron masacradas o hechas presas. Dio la casualidad que, algunos meses antes, dos de ellas, a invitación de Eloy, habían pasado por el CEFAC para charlar sobre su proyecto político. Así se confirmó con certeza que Eloy era nada menos que un terrorista. Corrió la voz de que era mentira que se había ido a Canadá. Había gente que lo había visto con barba y ametralladora escondiéndose en los cerros. Otros aseguraban, incluso, que su cadáver había sido encontrado en La Tablada. En Buenos Aires, un teólogo de los milicos fue hasta denunciar que Eloy Roy era la cabeza de puente del Sendero luminoso en el noroeste argentino.

Para los sobrevivientes de las comunidades de Tilcara esos rumores eran devastadores. Había confusión en la mente de muchos. Varios católicos desengañados, sobre todo en los cerros, se pasaron a los evangélicos. Entonces, Eloy, desde su remanso de paz canadiense, pensó que tenía que volver allá para frenar esos delirios. Sorteando reglas del clericalismo feudal, regresó volando a Tilcara para dar la cara. Su llegada agarró a todo el mundo por sorpresa y asestó un buen golpe al mito del barbudo terrorista muerto en la Tablada. Eloy siguió viviendo en el pueblo como simple "cura desocupado", a dos pasos de la iglesia, a la que vio asfixiarse lentamente bajo las patas del Minotauro.

Dragón, el perro de Eloy, fue uno de los primeros en desertar la iglesia. Nunca se había perdido una misa en esa época en que erkes, samilantes, Pachamama, la Virgencita, todos los santitos y Jesús Resucitado formaban una linda barra junto con la gente enamorada de la vida, de la libertad, de la justicia, del amor, de los arbolitos y de los animalitos también. Pero al oír al alemán chirriando las primeritas palabras de su primera misa en territorio tilcareño, Dragón, que estaba dormitando sobre la alfombra del altar, abrió un ojo, paró una oreja, bostezó ruidosamente, se incorporó, levantó la pata, echó una meadita al cardón del altar, sacó su cola para arriba como una antena y se retiró por la nave central del templo con la dignidad de un Luis XIV. Nunca más se lo volvió a ver en la iglesia. Tampoco se pasó a los evangélicos. Mejor que nadie, tal vez, el perrito había entendido esta palabra de Jesús a la samaritana: "Llega la hora, y ya estamos en ella, en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad", y no en tal o tal templo (Jn 4, 23).

Desde la más total impotencia y pese a las úlceras causadas a sus superiores, Eloy se quedó en Tilcara tres años más. Fue su manera de demostrar que asumía todas las consecuencias de sus actos. Fue también su manera de manifestar su agradecimiento e indefectible cariño a la gente que mucho sufrió por haberlo acompañado. Y, por si hacía falta, quiso demostrar que ninguna adversidad debía servir de pretexto para volver al temor de los esclavos.

Por ahí tanteó una que otra diócesis de Argentina por alguna changuita, pero no hubo modo…

Al cabo de tres años, Damiana y otros incondicionales le dijeron a Eloy: "Ya podés irte".

Entonces Eloy se fue.

Su separación de la pequeña familia que Dios le había regalado lo mató más que diez mil muertes. Le dejó una herida que aún, después de 20 años, no se ha terminado de curar.

De allí se marchó para la China.

¿Y ese bochinche?

Algunos lectores, tal vez, se preguntarán por qué se hizo en Tilcara tanto escándalo por los desaparecidos si en ese pueblo nunca hubo desaparecidos, ni represión brutal, ni especial violación de los Derechos de la persona. A eso la gente que participó de las pequeñas comunidades podría contestar más o menos lo siguiente.

"Nosotros avalamos lo del Pañuelo y la causa de los desaparecidos de la Argentina porque somos Kollas. Durante siglos tuvimos que luchar para no ser borrados del mapa. Nos sacaron nuestra lengua, nuestra religión, nuestras tierras… Quisieron acabar con nuestra cultura y con todo lo que somos. Nuestra historia es la de un pueblo conquistado que estuvo por mucho tiempo en vía de desaparición. Lo que pasó en la Provincia de Jujuy durante la Dictadura, y especialmente en la Noche de los Apagones de 1976, tuvo mucho que ver con el drama de nuestros padres y abuelos. Cuando, enroscándose con la Dictadura, la todopoderosa empresa Ledesma hizo desaparecer a más de 400 personas en una sola noche, se despertaron en nosotros viejas pesadillas. Volvieron a atormentar nuestra memoria imágenes de terror de la época en que éramos cazados como bestias para servir de esclavos en esa misma empresa. Con el Pañuelo dijimos: " ¡NUNCA MÁS!".

"Nosotros, en Tilcara, habíamos iniciado un caminar para liberarnos de ese pasado de esclavos. Hacía cinco años que en nuestro CEFAC de Tilcara, nos juntábamos de distintos pueblitos y distritos para reflexionar sobre nuestra realidad. Juntos empezamos a reconstituir pedazos de nuestra historia para comprendernos, para valorar lo nuestro y recuperar nuestra dignidad. Aprendimos a mirarnos con los ojos nuestros y no más con los ojos de los que nos tenían de menos. Compartiendo nuestras inquietudes y confrontando nuestras experiencias, hemos comenzado a descubrir las causas reales de nuestros atrasos y sufrimientos y a entender algo de los mecanismos de nuestra pobreza. Formamos embriones de pequeñas comunidades en varias partes. Eso fue muy lindo, porque, por fin, podíamos reunirnos para mirarnos, conocernos, intercambiar y compartir entre nosotros. Aprendimos a expresarnos, a hablar de temas nuestros que antes estaban prohibidos, y también a organizarnos de a poco para fortalecer lo nuestro y mejorarlo. Animándonos unos a otros, asumimos que éramos distintos, pero no por eso inferiores. Llegamos a sentir que teníamos el derecho de ser lo que somos y supimos que Dios quería eso. Descubrimos, con gran sorpresa, que muchas historias de la Biblia se parecían a la nuestra y que el mensaje de los profetas era todavía muy actual para nuestra sociedad. Con el Evangelio descubrimos que Jesús era un humilde hombre del campo como la mayoría de nosotros. Su palabra nos daba aliento para emprender ese caminar de recuperación de todo lo nuestro. Descubrimos que venerar a la Madre Tierra como lo hacíamos no era una ofensa a Dios sino un acto de amor al mismo Dios y un gran servicio a la humanidad. Supimos que a nuestros antepasados y a todos los que resistieron a los conquistadores Dios los había inspirado y sostenido. Descubrimos que había mucha gente de otras culturas que sufría lo mismo que nosotros y a veces peor que nosotros. Dejamos de sentirnos aparte y nos hicimos fácilmente solidarios de todos los que lloran y luchan por una vida más justa, más digna, más libre, más humana.

"Comprenderán entonces por qué era natural para nosotros identificarnos con tanta gente inocente que, por buscar lo mismo que nosotros, fue masacrada por la dictadura. Nosotros sentíamos las lágrimas y los gritos de las Madres de Plaza de Mayo como las lágrimas y los gritos de nuestras propias madres. No porque nos gusta adornar las imágenes de la Virgencita con cosas lindas para expresarle nuestro cariño, nos olvidamos de que ella sufrió, lloró y gritó como nuestras madres. Y muy a menudo por las mismas razones. Porque somos de un pueblo que fue condenado a desaparecer, nos sentimos muy cerca de los que desaparecen…

"Para nosotros, el Pañuelo a la Virgen fue como una página del Evangelio de Jesús. A través de ese signo vimos claramente que nuestra Iglesia tiene dos caras: una falsa que es la de los conquistadores de ayer y de hoy, y otra, la verdadera, que es la Iglesia de los que están clavados a la cruz junto con Jesús. En la Iglesia hay dos Cristos: un Cristo ídolo arreglado para legitimar todas las conquistas de ayer y de hoy, y, del otro lado, un Cristo que vive y quiere levantar, liberar, resucitar a todas las víctimas de esas conquistas. También hay dos Evangelios: un Evangelio de los ricos y un Evangelio de los pobres. El de los ricos es el evangelio de Caifás y de Pilatos, el de los pobres es el Evangelio de Jesús. Por haber proclamado este Evangelio de Jesús como una Buena Noticia de Dios para los pobres y oprimidos, el obispo sacó de la parroquia al padre Eloy y a nuestras queridas Hermanitas. Nos mandó un cura para callarnos y, en cierta forma, hacernos desaparecer…

"Si a la Iglesia de hoy le da un poco de vergüenza todo eso, sería tiempo que después de tantos años empezara a deponer sus posturas de virgen ofendida y a manifestar su arrepentimiento. Ella enseña a pedir perdón y a perdonar, ¡que lindo sería si fuera la primera en hacerlo, rehabilitando, por fin, a todas las personas de nuestro pueblo que, por medio de un cura infeliz, ella misma difamó y persiguió! ¡Con que gusto también la perdonaríamos!

"Lo sentimos, pero esto no lo podemos callar. El obispo que tanto mal nos hizo, está sufriendo, ya desde años, lo que él mismo nos hizo sufrir. La impotencia que está padeciendo fue la misma impotencia a la que él nos redujo durante años. Sus lágrimas son las lágrimas de todos nosotros que habíamos creído en su palabra y que hemos sido vergonzosamente trampeados y despreciados por él. El obispo tenía el derecho de disentir con Eloy, como Eloy tenía el derecho de disentir con él, pero no tenía el derecho de mentir. No respetó su palabra. No cumplió su promesa. Tomó lo del pañuelo como una enfrenta personal y se desquitó con nosotros. Se vengó sin compasión. Con todo, pedimos a Dios que no lo trate nunca como él nos trató y que le tenga la compasión que él jamás nos tuvo."

MEMORIA ASEPTIZADA

Sin sorpresa, el obispo fue hecho arzobispo. Sin embargo, a los pocos meses de asumir, lo clavó a un sillón de ruedas un mal que ni la oración, ni la Cuba de Castro pudieron curar. En cuanto al viejo alemán, su carrera tilcareña duró unos cuatro años. Después se retiró y murió.

Eloy estuvo seis años en la China y luego se retiró a Canadá. De vez en cuando deja su tierra nórdica para peregrinar a Tilcara. Con veneración vuelve a abrazar a los hombres y mujeres que con él sufrieron por buscar el camino de un Evangelio sin opio. Los años pasaron, cundieron las distancias, pero jamás nada pudo separarlos.

Desde que el sol se puso sobre el reino del Minotauro, las puertas de la iglesia de Tilcara se volvieron a abrir para el cura pródigo como para cualquier turista. Dentro de esas paredes todo sigue igual, excepto que el Pañuelo ya no está y que el recinto sagrado, así como la mente de los que en él se reúnen, han sido higiénicamente exorcizados de la memoria de los hechos referidos en estas páginas.

Mientras tanto, más allá de las guerras de pañuelos, de Madres y genocidas, de Iglesia trasnochada o abierta, de creyentes o ateos, de "fachos" o de zurdos, de revolución violenta o no violenta, millones de argentinos siguen siendo huérfanos de una democracia real y de una justa participación en las enormes riquezas de su país. Hace más de treinta años que los "buenos" ganaron a los "malos". Tuvieron toda libertad para cambiar las cosas. Lo que hicieron fue robar como nunca y llevar el país a la quiebra.

En estos días, sin embargo, se levantaron las trabas jurídicas al juicio de los genocidas, lo cual es un gran paso adelante hacia la decencia. La economía está repuntando también. Pero, como siempre, son unos pocos los que se morfan casi toda la torta. Para la mayoría del pueblo quedan las migajas, además de lo que suele caer sobre los que en el gallinero ocupan el palo de abajo. Esto no tiene perdón "ni en este mundo ni en el otro" (Mt 12, 31-32).

* ERMITAS: Grandes cuadros realizados con flores, semillas, arena, cortezas de árboles y otros elementos vegetales. Se colocan en las calles del pueblo de Tilcara para marcar las distintas estaciones de la procesión del Cristo Yaciente, en la noche del Viernes Santo.