lunes, 30 de mayo de 2011

SEMANA SANTA CON JEREMÍAS EN TILCARA






Jeremías era cura, pero no del todo, porque también era nómada. Como cura pertenecía al templo, como nómada caminaba con el pueblo. Fue así como Jeremías cayó un día en Tilcara: mitad cura, mitad nómada, con un pie en el templo y otro en el pueblo.




Jeremías y el Cristo de la pared




Un día, Jeremías estaba en el templo. Mientras rezaba a los pies del hermoso Cristo que cuelga de la pared del santuario, la Voz le dirigió la palabra y le preguntó:



- ¿Qué ves, Jeremías?



- Señor, respondió Jeremías, veo la imagen de Jesús crucificado, torturado en la cruz. Le sale sangre por todos los poros de la piel. Lleva incrustada en la cabeza una corona de espinas. Todo su cuerpo está destrozado y hecho una sola llaga. Me duele ver eso, Señor.



Le dijo la Voz:



- Ésta es la imagen y es la historia de tu pueblo, Jeremías. Tu pueblo tenía el vuelo del cóndor, la libertad de la vicuña, la fuerza del león, la resistencia de las piedras de río; era hijo del Sol y de la Tierra y acunaba estrellas en su corazón. Pero, un día, llegaron del otro lado del mar hombres armados que yo no había enviado, y a tu pueblo lo hicieron esclavo en nombre mío. Dijeron que yo era su Dios, pero su verdadero dios era el oro. Dijeron que venían de parte mía a anunciar a tu pueblo una Buena Noticia, pero le trajeron nada más que cadenas y muerte. El pueblo que tenés ahora es el pequeño resto de lo que hubiera podido ser una nación inmensa.



A tu pueblo lo engañaron, lo violaron, lo despojaron, lo dejaron medio muerto. No lograron matarlo por completo en su cuerpo, pero, hicieron lo imposible para matarlo en su memoria. Le obligaron a olvidarse de su pasado y a creer que el calvario que sufrió fue para bien suyo.




Pero yo soy un Dios que no olvida, Jeremías, y soy un Dios justo. Quiero a este pueblo entrañablemente. Quise que me conociera, por supuesto, pero no con arcabuces y espadas, con cadenas, perros rabiosos y garrotes o con amenazas de infierno, sino a la manera de mi hijo Jesús, el humilde hombre de Nazaret.




Lo más extraordinario es que a pesar de que muchos de tu pueblo fueron forzados a dejarse bautizar porque de lo contrario los quemaban vivos, los hubo bastantes que en el camino de su calvario se encontraron realmente conmigo, porque yo estaba allí cargando la cruz junto a ellos.




Pero siempre quise que conocieran la verdad. Busqué gente que se la dijera y no la encontré, o cuando la encontré era tarde. Hoy te envío a ti, Jeremías, aunque se está haciendo más tarde todavía, para que vayas y le digas a este pueblo lo que te acabo de contar...



- ¿Yo, Señor? Tú sabes que soy muy torpe...



- Aprenderás, Jeremías. Les explicarás que cuando los engañaban, robaban sus tierras, incendiaban sus pueblos, les obligaban a cuidar sus animales y a hacer pesados trabajos de carga para ellos, cuando los castigaban con azotes, los mataban por un pecadillo, cuando violaban a sus mujeres, los humillaban, les prohibían hablar su lengua y adorar a sus dioses, a mí me violaban y a mi hijo crucificaban.



Nunca fui del lado de los tiranos, de los asesinos y de los ladrones, Jeremías. Por eso, les dirás que así como fui crucificado y sepultado en el sinnúmero de personas que fueron masacradas en aquel entonces, así quiero resucitar hoy en los hijos e hijas de los que lograron sobrevivir a ese genocidio, que fue, Jeremías, el más grande de la historia humana.



- Ya sabés, Señor, que me encanta hablar a los humildes, sé que me van a escuchar. Pero en este país hay dictadura y quien se acerca al pueblo y toma su defensa pasa por subversivo...



- No les harás caso, Jeremías. La dictadura que mata al pueblo con torturas y masacres, o la democracia que lo envenena a diario con engaños y robos son la continuación de los hombres que vinieron del otro lado del mar: se engordan devorando al pueblo. No los temas, estaré contigo y te protegeré.



- ¿Hasta cuándo, Señor?



- Hasta que mi pueblo conozca la verdad sobre su propia historia, sobre el Evangelio de mi hijo y sobre mí.



-¿Y después?



- Después, Jeremías, andá a saber...




Jeremías y el Resucitado




En una recova del templo, Jeremías encontró una imagen del Sagrado Corazón de tamaño casi natural. Era de yeso y con razón la tenían arrinconada, porque la parte del corazón estaba rota. Pero la imagen tenía otro defecto: el pelo del Cristo era rubio y los ojos, azules.



A Jeremías ese importante detalle le pareció un insulto al Jesús histórico y a la misma gente del pueblo. Y, sin más, fue a buscar unas fibras de distintos colores y al Cristo le pintó de negro el cabello, las cejas, la barba y los ojos. Le cambió también el rosadito de la piel por un bronceado digno de la Quebrada. Le sacó el trapo rojo que le tapaba el corazón roto y, ayudado por las manos cómplices de una santa mujer y de un muchacho gracioso, revistió la imagen de una túnica blanca como la luz y de un manto tan amarillo como el sol de Pascua.



Le dijo a la Voz:



- Señor, tengo el gusto de presentarte el Resucitado de Tilcara. Es un poco feíto, pero podría ser peor. Hace 500 años que a través de triunfos, derrotas y fracasos la gente de este pueblo lleva al Crucificado en la piel, y vos me dijiste que querías “resucitar en ellos”. Bueno, aquí tenés una imagen que representa esa resurrección. De un corazón roto y cara blanca, hemos hecho un Kolla vencedor de la muerte. ¿Sabés qué? lo vamos a poner sobre andas y, en la noche de Pascua, lo haremos aparecer por la nave central de la iglesia. En la mañana siguiente, lo pasearemos triunfalmente por las calles del pueblo. La gente entiende el lenguaje de las imágenes, y le gusta. Quiero que se grabe en sus ojos y luego en su corazón que aquí no se va a tratar más de sobrevivir sino de pasar de una vez de la muerte a la vida. ¿Qué te parece la idea, Señor?




El Señor inclinó la cabeza a un costadito y miró la obra con curiosidad y no sin una sonrisita de satisfacción. Jeremías se entusiasmó y prosiguió con la alegría de un niño:



- Y para la circunstancia cantaremos este cantito que acabo de componer. Espero que te guste, aunque te tenga que confesar que para la música le robé unas cuantas notitas al hermoso Promesante de Don Felipe Valdez... Seguro que este buen señor me lo va a perdonar...




El Señor fingió no haber oído.





Jeremías se limpió la garganta y se puso a cantar:




Tu pueblo, Señor, no quiere morir,


Tu pueblo, Señor, jamás morirá.



Clavado al cardón aquí quedará


Sacando la vida de la propia piedra



Tu sangre, Señor, en nuestras espinas


Hará renacer los hijos del Sol



Y mientras se alcen al cielo los cerros


Tilcara, Señor, de pie quedará




Tu pueblo, Señor, no quiere morir,


Tu pueblo, Señor, jamás morirá.



No estaba seguro, pero le pareció a Jeremías que el Señor había aplaudido. Tuvo también la impresión de que el ex Sagrado Corazón se estaba encontrando a gusto en su nuevo papel de imagen del Resucitado, símbolo de un pueblo destinado a superar su pasado de postergación y a salir airoso para adelante.




Jeremías y la Utopía del Reino




En el Angosto del Perchel, la ruta y el río Grande se deslizan entre dos paredes muy empinadas. La del lado este, es una verdadera pizarra que parece tener unos 200 metros de alto. ¿Pero quién lo va a creer? Sobre esa muralla de pura laja, crece una cantidad enorme de cardones gigantes con la misma tranquilidad que si estuvieran plantados en el mejor suelo de la pampa argentina.



Al ver por primera vez ese fenómeno, Jeremías exclamó: “¡Esos cardones son la mismísima imagen del pueblo de la Quebrada y Puna; ni la pesada piedra que la historia puso sobre sus espaldas logró doblarlo!” En ese instante, la fértil imaginación de Jeremías vio brillar en la luz del sol una selva de erkes, sikus, erkenchos, anatas y bombos y, en medio de todo, el pueblo Kolla todo emponchado que bailaba alegre junto al resucitado de Jerusalén, pisando con fuerza la enorme piedra volteada a la entrada del sepulcro. Por su lado, Jeremías cantaba: “¡Aleluya, pueblo, Aleluya!



¡Han crucificado a tu hermano


Dios lo resucitó!



“¡Sí, pueblo querido”, clamaba Jeremías, “somos hijos e hijas de la Resurrección! No somos del mundo de los muertos. Pertenecemos a la vida. A la vida que brota de adentro, que no esperaremos más de afuera, ni de arriba, sino de abajo, es decir de nosotros mismos, que allí es donde vive nuestro Dios. En nosotros todos hay un árbol de luz que se está abriendo camino a través de la roca, un árbol que quiere florecer y dar sus frutos de inmortalidad.



Estamos preñados de salud, de harmonía, de amor, de justicia, de libertad, de paz, de una vida abundante que salta hasta los jardines de Dios. Desechemos todas las imágenes falsas que nos hemos fabricado sobre nosotros mismos o que otros nos han impuesto. Esas imágenes bloquean al árbol, lo tapan, impiden que salga de las profundidades de nuestro ser donde está como aprisionado.



Somos distintos de los demás y tenemos el derecho y el deber de ser lo que somos. Dios está con nosotros y nosotros con Él. Dios está en nosotros y nosotros en Él. Nuestro destino es vivir y vivir plenamente. A esto Jesús lo llama el Reino de Dios, el Reino que está en marcha ya en medio de nosotros. Abrámosle de par en par la puerta de nuestro ser y de nuestra realidad. ¡Que haya luz!”



Cuando hablaba del Reino, Jeremías se ponía eufórico, y siempre hablaba del Reino…